Ante el dolor de los demás, de Susan Sontag

Nunca antes había caído en mis manos una lectura, que deje semejante mácula en la conciencia y en el ánimo, como ésta que la escritora Susan Sontag nos presenta en este escrito soberbio, comprometido y a la vez mordaz y desgarrador; su obra Ante el dolor de los demás.

Sontag nos abre, con sus afiladas palabras, los ojos a una historia vil, en aras de mostrarnos esa intrincada faceta de los medios de comunicación, concretamente la que tiene que ver con las imágenes de las que estos medios se sirven para carearnos, sin el más mínimo ápice de resentimiento, con una realidad manipulada ingeniosa y arbitrariamente.

En mi opinión, Ante el dolor de los demás constituye también un intento de homenaje a las víctimas de las guerras de todos los tiempos, aquellas que han sido libradas bajo la máscara de la justicia y, de la misma manera, aquellas que han tenido lugar en defensa de la ideología que emana de un determinado territorio, ya sea provincia, región o país… En términos de la escritora «las fotografías de una atrocidad pueden producir reacciones opuestas. Una llamada a la paz. Un grito de venganza. O simplemente la confundida conciencia […] de que suceden cosas terribles» (Sontag, 2004:10). Así es que las fotografías, las imágenes que los mass media han venido ostentado a lo largo de los tiempos y en la actualidad, dan en suscitar la «indignación, compasión, excitación o aprobación» (ibid, 12) en la respuesta de los individuos; sin embargo, más adelante Sontag mantiene que a partir del momento en que acontecieron la Guerra Civil Española y la Guerra de EEUU en Vietnam, tanto batallas como masacres se han erigido, gracias a los medios de comunicación de masas, en un constituyente habitual del maná de entretenimiento con el que, como si en verdad de un verdadero manjar se tratase, pretenden alimentar al pueblo.

No obstante, si he de destacar (y debo hacerlo puesto que de lo contrario las reflexiones que podría volcar aquí bien darían para un prolijo ensayo) un fragmento del libro el cual, tras de su lectura, me haya abocado especialmente a la cavilación, ese es sin duda el que me permito citar textualmente bajo estas líneas:

«La gente no se curte por la cantidad de imágenes que se le vuelcan encima. La pasividad es lo que embota los sentimientos. Los estados que se califican como apatía, anestesia moral o emocional, están plenos de sentimientos: los de la rabia y la frustración. Pero si consideramos qué emociones serían deseables resulta demasiado simple optar por la simpatía. […] Siempre que sentimos simpatía, sentimos que no somos cómplices de las causas del sufrimiento. Nuestra simpatía proclama nuestra inocencia así como nuestra ineficacia. […] Apartar la simpatía que extendemos a los otros acosados por la guerra y la política asesina a cambio de una reflexión sobre cómo nuestros privilegios están ubicados en el mismo mapa que su sufrimiento, y pueden estar vinculados -de maneras que acaso prefiramos no imaginar- del mismo modo como la riqueza de algunos quizás implique la indigencia de otros, es una tarea para la cual las imágenes dolorosas y conmovedoras sólo ofrecen el primer estímulo» (ibid, 44-45).

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De modo que si la riqueza existe puesto que también la pobreza, aquellos que nos escapamos de las garras del horror bien podemos considerarnos bendecidos pues, en nuestro lugar, otras personas padecen el dolor lancinante de la destrucción y les es fiel seguidora la sombra de la muerte. Podemos declararnos incólumes porque son otros, en otro lugar del planeta, los que se hallan envueltos en toda suerte de desgracias. ¿Puede esto manifestar que el ser humano busca siempre la sordidez, la abominación? ¿Son las mencionadas cualidades, en nombre de la ignominia, inherentes a la raza humana? Tras una serie de citas de esta obra de Sontag, fácilmente podría responderse «sí», un sí rotundo para ambas cuestiones es el peso que logra desnivelar casi por completo la balanza.

Tantos y tantos ejemplos que podría contemplar y únicamente voy a recoger en esta entrada (pues no deseo extenderme en exceso) aquel que, en su momento, me impactó sobremanera; me ha resultado difícil abordar Ante el dolor de los demás desde el principio -ya no me atrevo a decir: dada mi sensibilidad; aunque reitero las palabras «rabia» y «frustración»- pero confieso que ante la ausencia de imágenes caí en la tentación de comprobar a qué, exactamente, se estaba refiriendo la autora con la práctica china de «la muerte de los cien cortes», de la cual nada había oído hablar. No encuentro palabras para definir tal salvajada. Y mi sorpresa se colma cuando visualizo a un ser humano, como yo, al frente de acciones tan brutales como esas. No quedaría satisfecha sin comentar lo incongruente y despiadado que me resulta el hecho de que, según la escritora, «Uno de los grandes teóricos del erotismo, George Bataille, conservaba sobre su escritorio, donde podía verla a diario, una fotografía realizada en China en 1910 de un prisionero sometido a la muerte de los cien cortes. […] Contemplarla, según Bataille, es una mortificación de los sentimientos, y a la vez una liberación del conocimiento erótico prohibido; una reacción compleja que debe de parecer difícil de creer para muchas personas» (ibid, 43). Lejos de parecerme «difícil de creer», ni crédito ni credibilidad alguna obtiene esa suerte de ‘ideas’ por mi parte.

¿Manipulación? ¿Imágenes trucadas? ¿Intereses ocultos? Los mass media se han encargado de hacer fluir, a través de las imágenes del horror, un caudal de emociones en el espectador, muy probablemente en pos de la supervivencia y el triunfo de la hegemonía de unos pocos; no puedo negar que acudí a una imagen para ilustrarme, una imagen de lo intolerable, y quiero pensar que, como bien dice Correa García en su libro Imagen y control social, para mí esas imágenes serán siempre «la memoria de lo imborrable» (Correa García, 2011:55).